Tras un viaje de dos horas y media tocaba llegar a Montevideo, la capital de Uruguay y bañada por el Río de la Plata, con las playas que le faltaban a Buenos Aires y con un carácter mucho más tranquilo y menos frenético que la capital argentina. La primera noche tan solo dio tiempo de comer algo, conectarse un rato a Internet, algo mejor que el de los otros lugares, con más alcance pero como siempre en la línea entre la conexión y la desconexión, mal endémico del wi-fi. La temperatura era un poco mejor que la de Colonia, pero tampoco era para salir en manga corta a la calle.
El día siguiente tocaba dar la primera vuelta por la ciudad, lo que hice a media mañana, ya que decidí descansar un rato más tras desayunar y poner en orden las cosas, lavar ropa, etc... En el hostel en el que me hospedaba tenía la avenida central, la 18 de julio, justo al lado, así que caminata por ella mirando todo por primera vez, divisando y dejándose perder con la mochila y aún sin sacar la cámara. Después de una larga caminata llegué a la Plaza de la Independencia, así que allí ya si tocaba sacarla y comenzar a hacer fotos, siempre buscando sitios más interesantes y algo diferentes de lo normal, lo que no siempre es posible. Al fin y al cabo Montevideo tiene la fortuna y el interés de ser una ciudad costera, algo que le imprime un carácter mucho más especial y personal, y la gente es mucho más tranquila y amable que en una gran metrópoli. Pero más allá de eso y algunas construcciones interesantes no deja de ser una ciudad como tantas otras. La tarde, aún agradable, la reservé para otras cosas. Tomar algo y una amena charla durante unas horas, antes de retirarse al hostel y descansar para el día siguiente.
A la mañana, no muy temprano, tocaba pensar que hacer, y lo mejor era volver por el camino de la tarde y seguir por el otro lado hasta llegar al Estadio Centenario, mítico campo de fútbol en el que la selección uruguaya consiguió la primera Copa del Mundo de fútbol disputada. Si bien el estadio se ve antiguo, aunque no mal cuidado, el cesped si que está en perfecto estado, y tras pagar la preceptiva entrada, 100 pesos uruguayos, te dejaban ver el museo, bastante completo e incluso salir a la grada por ti mismo. Sin ningún tipo de guía o control que te coarte y de postre dejarte hacer fotos de todo. Algo que deberían aprender a hacer en Brasil, y en otros muchos lugares añado, en los que a veces la prepotencia y cierto desdén hacen poco amena la visita. Tocaba después de aquello ir a descansar un rato al hostel y salir a pasear un rato por la Avenida 18 de julio, sin la presión de llevar la cámara y solo para relajarse. Allí me encontré a una pareja llegada de Canarias, que están haciendo un viaje en furgoneta por Sudamérica, ellos dos y su perrita. Tras tomar un refresco tuve que salir corriendo para intentar buscar los billetes del ferry para el día siguiente, tarea infructuosa, y volver al hostel. Tomando el autobús 101 nos dirigimos a la playa, donde unos minutos de conversación mirando al mar volvieron a crear esos momentos de descanso, y luego buscar un sitio para cenar. Lástima que luego todo vuelve a ser algo agridulce.
Para resumir, tuve una sensación buena con Montevideo, pero hubo cosas que no me acabaron de convencer, aunque es difícil saber si por la sensación que me dio, o por el momento que pasé. Al fin y al cabo, estoy en un momento vital ciertamente extraño en el que las sensaciones y emociones se mezclan. Cosas de ser humano supongo.
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